jueves, 5 de noviembre de 2015

Escribir y leer en el siglo XXI: Propósito de enmienda

Es obvio, aunque a muchos cueste creerlo, que el hombre y la mujer de hoy no tienen la misma percepción de lo que es expresarse, que aquellos antepasados que contaron sus historias sobre las paredes de las cuevas que les sirvieron de refugio.
Y debería parecernos normal que los Mayas, cuando levantaron sus templos, tenían unos intereses comunicativos diferentes a los que los usos de la modernidad han impuesto.
No es creíble pensar que quienes enarbolaron como banderas de comunicación los pliegos de cordel allá por el siglo XV tenían las mismas posibilidades comunicativas que quienes habitamos en el siglo XXI.
Y de la misma manera es indudable que cuando Johannes Gutenberg impulsó por Europa el uso de la imprenta algo hubo de cambiar en nuestras vidas. Como poco -y fue mucho- creció la posibilidad de reproducir lo escrito. Fue entonces cuando los lectores dejaron de ser solo oyentes y se multiplicaron. La comunicación oral como fuente principal de contacto empezó a compartir protagonismo con un artefacto tan novedoso como el libro impreso.  Aquello había de ser sin duda un punto importante de inflexión para las tribus que habitábamos estas tierras. Un cambio importante en el modo de concebir y de pensar estaba a las puertas. Pero habría todavía un hecho más importante: El acto de leer dejaba de ser minoritario para convertirse en  patrimonio de un selecto pero más amplio grupo de personas. La historia moderna no había hecho más que empezar.
Pero bien es sabido que las revoluciones nunca terminan, solo empiezan. Por eso es obvio pensar que cuando ya perfeccionado el invento, los aventurados prosistas del XIX se lanzaron en tropel sobre los periódicos de su tiempo creyendo que el sueño de comunicar era entonces todavía más importante, las bases de una sociedad anclada, oscura y resistente empezaron a tambalearse.
Pero aquellos hombres ya no eran ni los que contaban historias sobre los muros de su cueva ni los otros que andaban los caminos poniendo su voz a romances y aventuras. Algo habría cambiado. Sin embargo el acto de leer a partir de entonces pareció estancarse. O eso creímos. Se había generalizado, pero poco más. Habríamos de esperar hasta que otra revolución, la digital, abrió en el muro de la comunicación tantas brechas como eran posibles de imaginar, para que a estas alturas tengamos que plantearnos que los modos de escribir y de leer, las formas de entendernos al fin, habían indudablemente cambiado. Y seguramente, solo estamos en el principio de esta última revolución.

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